Friday, March 9, 2012

Hijos del azar: una reseña crítica de El azar y la necesidad


por Enrique Espinosa Arciniega* y Martín Bonfil Olivera** 

*Doctorado en Investigación Biomédica Básica, UNAM
**Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM 


Publicado originalmente en la revista IPN, ciencia, arte: cultura,
nueva época, año 5, núm. 26, vol. II, págs. 55-58
(julio-agosto de 1999)

Monod y su libro 

Jacques Monod (1910-1976) es conocido por sus importantes aportaciones a la cons­trucción del majestuoso edificio de la biología molecular, ciencia cuyo nacimiento constituye una de las grandes revoluciones científicas de este siglo. Cuando, a finales de los sesenta, Monod escribió El azar y la necesidad: ensayo sobre la filosofía natu­ral de la biología moderna,[1] el conocimiento biológico acumulado había permitido la aparición de una nueva y fascinante imagen de la estructura y el funcionamiento de la materia viva.

En su libro, el biólogo francés muestra, mediante un recorrido de los fundamentos del conocimiento biológico actual, por qué la ciencia merece tener un papel pro­tagónico en el pensamiento contemporáneo. Pero, involuntariamente, deja abierta y sin resolver la cuestión de cuál debe ser este legítimo papel. Antes de justificar la afirma­ción anterior, hagamos un recuento de las ideas que nos presenta Monod en este libro, que indudablemente continúa siendo una lectura de actualidad e importancia no sólo para biólogos, sino para el público culto en general. Dice Italo Calvino que un clásico es aquel libro que podemos volver a leer en diversas ocasiones, y que en cada lectura nos deja algo nuevo. El azar y la necesidad, que merecidamente se halla entre los clásicos de la literatura sobre las bases filosóficas de la ciencia, es digno de ser recon­siderado ahora, a un cuarto de siglo de su publicación, precisamente por razones casi opuestas: a pesar del tiempo transcurrido y del reconocimiento que se le ha dado, las ideas más importantes que contiene, en especial sobre la relación que debiera tener la ciencia con el modo de pensar y actuar del ser humano, no han logrado arraigar y ser tomadas con la seriedad que debieran.

La vida: propiedad única

Los seres vivos somos distintos del resto del universo físico. Definir lo que nos dife­rencia, sin embargo, resulta muy difícil en términos objetivos. La primera sorpresa que nos da el estudio de la biología en este siglo es que los animales, las plantas y, en gene­ral, todo lo vivo obedece a las mismas leyes físicas que explican el comportamiento de la materia inerte, como las rocas y los gases. Ante estos descubrimientos, los vitalis­mos que postulaban una “esencia” particular de la vida, exclusiva y necesaria para que algo pudiera presentar las propiedades de los seres vivos, quedaron desarticulados; la materia viva es simplemente y ante todo materia. Cada vez es menos probable encon­trar leyes naturales que sólo se apliquen a los seres vivos.

Por otra parte, los seres vivos, al igual que los artefactos creados por el hombre, tienen una estructura compleja y muy definida, asociada a una serie de funciones (o, como las llama Monod, performances) propias de cada especie y de cada órgano. Esta estructura, conservada gracias a los mecanismos hereditarios, llega a ser tan compleja y tan sorprendentemente adaptada a su función, que su existencia puede incluso tratarse de explicar o justificar como un medio para cumplir sus funciones. Se trata del controvertido argumento del diseño: lo vivo es como es por obedecer a un plan pre­concebido. Se compara a los seres vivos con los productos de la actividad humana; si la existencia de un reloj implica la de un relojero, las sorprendentes adaptaciones de los seres vivos requieren de la existencia de un creador, o al menos de un plan, de un objetivo al que de alguna manera la evolución se va acercando. De este modo los seres humanos, ávidos de explicaciones del mundo a nuestro alrededor y de nuestra propia existencia, nos inclinamos a creer en la existencia de un orden universal, en el cual ocupamos un lugar no sólo legítimo, sino necesario e inevitable.

Así, a partir de la observación de las propiedades adaptativas de los seres vivos, que parecen responder a un propósito (propiedad que Monod designó teleonomía), se cae en un finalismo, o teleología: el argumento de que el fin es la causa total de la or­ganización del mundo y la causa de los acontecimientos particulares.[2] Este plan, este orden universal, no sólo nos explica nuestra existencia; también nos orienta y quizá hasta limita nuestros esfuerzos y búsquedas. Y aún más: partiendo del finalismo, es fácil caer en el animismo, en el que se proyectan características como la voluntad y hasta la conciencia en los elementos y acontecimientos del mundo físico. En el ani­mismo los ríos, las rocas, el fuego, y todo en general, está vivo y gobernado por espíritus como los que habitan a los mismos humanos. Ésta es la antigua alianza de la que habla Monod en su libro: el hombre se siente parte de un universo tan vivo como él mismo, y en el que pretende ver un objetivo.

La ciencia y los animismos

Sin embargo, frente a este panorama encontramos que la ciencia, por sus propias características intrínsecas, no puede reconocer ningún proyecto subyacente ni permitir la aproximación a la naturaleza con visiones preconcebidas que no sean, al menos en principio, demostrables. La búsqueda continua de objetividad en la ciencia, esta forma de humildad ante los hechos que constituye quizá su mayor virtud, la incapacita para servir de prueba a cualquier forma de pensamiento que nos obligue a vernos como parte de un proyecto acabado al cual más nos vale sujetarnos. Ésta es una capacidad liberadora de la aparentemente fría objetividad científica. Nótese que no compete a la ciencia demostrar la no existencia de semejante proyecto: simplemente nos da una forma de abordar el estudio del universo que nos rodea, en la que tales visiones intrín­secamente no comprobables no son consideradas ni utilizadas.

De este rigor científico no se libra ninguna de las proyecciones del animismo; ni siquiera la visión de la naturaleza que propone el materialismo dialéctico, con su cons­tante pretensión de ser científico. Desde el salto dialéctico de Oparin, que trata de explicar el paso necesario de la materia inerte a la viva, hasta la existencia del hombre y de su historia como parte de un orden inevitable (y, por cierto, no comprobable) del universo, que siempre tendría que dar estos frutos, muchas ideas del materialismo dialéctico fueron consideradas en un tiempo como parte de una visión científica del universo. Pero, tal como lo afirma Monod, no lo son. Una filosofía teleológica o ani­mista, que adjudique a priori a la naturaleza entera propiedades del hombre o de su forma de pensar puede describirse de muchas maneras, pero no como científica.

Un recorrido por la biología moderna

¿Qué mejor forma de ilustrar estas ideas que un viaje por los fundamentos de la bio­logía molecular? Monod nos guía en forma magistral, llamando nuestra atención hacia los sitios donde el azar está presente. Nos muestra en primer lugar a las proteínas, moléculas que juegan un papel básico en la estructura y función de los organismos vivientes. Cada proteína es a la vez la expresión de un proyecto y el agente de la reali­zación del mismo: son “demonios de Maxwell” capaces, gracias a la información con­tenida en su estructura, de conseguir una disminución de la entropía, una acumulación local de orden, a expensas del aumento global del desorden en la materia a su alrede­dor. Son semejantes a los pequeños remolinos que se pueden formar en la corriente de un río, dentro de los cuales puede haber una contracorriente sin que esto afecte el flujo del agua del río hacia el mar.

Las proteínas nos sorprenden por la cantidad de funciones que cumplen, actuando como catalizadores, acelerando las reacciones químicas necesarias para la vida, regu­lando la acción de otras proteínas que catalizan reacciones, y controlando el fun­cionamiento global de la célula al determinar qué sustancias se encuentran en el medio y en qué concentraciones. Todas estas funciones (y muchas más) les son posibles gra­cias a sus estructuras tridimensionales, a su forma, la cual depende a su vez del orden específico (siempre el mismo para cada tipo de proteína) en que se encuentran unidos los aminoácidos que las forman. Según los aminoácidos que contenga y el orden en que se hallen, cada cadena proteica se plegará en el medio acuoso del interior de la célula, hasta adoptar una determinada conformación tridimensional, lo que le permitirá cumplir con sus funciones. La información sobre la secuencia específica de aminoáci­dos para cada tipo de proteína está contenida en los genes, formados por ácido desoxi­rribonucleico (ADN). El paso de esta información escrita en los genes a las proteínas es llevada a cabo por una asombrosa maquinaria microscópica en el interior de la cé­lula, cuyo funcionamiento conocemos en forma general, gracias a los esfuerzos de los científicos de la generación de Monod, y cada día con más y más detalle gracias a los que les siguieron.

La evolución y la herencia

El viaje de Monod por la biología molecular desemboca en el amplio capítulo que une y da coherencia a toda la biología: la evolución. En esta teoría, que confiere a la bio­logía moderna su mayor fuerza y belleza, el ser humano puede redescubrirse y en­tenderse con asombro y sencillez. Darwin propuso un mecanismo para explicar el origen de todas las especies de seres vivos (incluyéndonos nosotros mismos): la evolución por medio de la selección natural, entendida como la supervivencia selectiva de individuos con características beneficiosas en el contexto del medio en que habitan (también la teoría original de Darwin ha evolucionado, pero sus fundamentos perdu­ran; a estas alturas de la biología, quien decidiera rebatir la evolución darwiniana ten­dría que comprobar que no existe).

El mecanismo de selección natural propuesto por Darwin se basa en la su­pervivencia de los organismos de una especie que presentan variaciones que les per­miten adaptarse mejor al medio, proporcionándoles una ventaja reproductiva. Pero, ¿de dónde viene la variedad que tiene que haber entre los individuos de una especie para que se pueda dar dicha selección de características, que luego serán heredadas de generación en generación? La clave está precisamente en el mecanismo de la herencia, y el explicarlo ha sido una de las grandes aportaciones de la biología molecular.

En cada división celular el ADN —que resguarda en el núcleo de la célula la in­formación básica sobre la estructura y función de todo ser vivo— se duplica, conser­vando dicha información y transmitiéndola a las dos células descendientes. En la reproducción sexual, un gameto, célula especializada que contiene la mitad de los genes de un organismo, se une a otro gameto del sexo opuesto para formar la primera célula de lo que se convertirá en un nuevo individuo, heredero de la mitad del acervo genético de cada uno de sus progenitores. Es gracias a estos mecanismos que las características de los organismos son transmitidas de una generación a la siguiente. La duplicación del ADN, sin embargo, no es totalmente fiel: es inevitable que haya e­rrores esporádicos, mutaciones, que se traducirán en cambios en las estructuras de las proteínas, y finalmente en la forma en como los organismos interactúan con el entorno. Ésta es la principal fuente de la variedad sobre la que actúa la selección natural: las mutaciones pueden dar lugar tanto a alteraciones fatales en el portador de la mutación como a ventajas evolutivas. Las presiones del ambiente (como la presencia de un de­predador, la falta de un tipo de nutrientes, los cambios climáticos) “escogen” de esta fuente de azar a los individuos mejor adaptados.

El azar y la necesidad

Éste es el concepto central del que parten varias ideas de Monod. No hay nada en la naturaleza que haga necesaria la presencia de vida, o la evolución de seres humanos pensantes. La vida en todas sus manifestaciones, incluyendo a los humanos, cumple con los principios de la naturaleza, pero no es deducible a partir de estos principios. Es un fenómeno posible en la naturaleza, pero sólo uno entre muchísimos fenómenos posibles.

Hay quienes consideran que el tratar de entender en forma racional a la vida y sus manifestaciones es quitarle la belleza misteriosa que las rodea. Nosotros pensamos que la posibilidad de que la vida pueda surgir gracias a los mecanismos evolutivos, que sujetándose a las leyes físicas y seleccionando a partir del azar permiten el surgimiento de seres cada vez mejor adaptados a su medio, es más sorprendente y más maravilloso (en el sentido en que nos maravilla una obra de arte) que el pensar en una simple creación milagrosa. Y especialmente sabiendo que una de sus expresiones posibles es la aparición de seres que son conscientes de su propia existencia: tanto, que logran formular una teoría de la evolución (dice Richard Dawkins, creador de la teoría del gen egoísta, que si descubriéramos otra especie pensante y quisiéramos saber su grado de avance cultural, la pregunta a formular sería: ¿han desarrollado ya una teoría de la evolución?).

El vacío del azar

Toda la belleza de la visión evolutiva, no obstante, no evita que esta nueva cos­movisión tenga implicaciones que pueden resultar desoladoras. Al darnos cuenta de que no hay un propósito hacia el que se dirija la vida, es fácil caer en un nihilismo en el que nuestra existencia parece no tener sentido: en palabras de Monod, “La antigua alianza está ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad del Universo de donde ha emergido por azar”. Quizá esto explica el rechazo, consciente o no, que sigue habiendo hacia el abandono de los animismos y la adopción del conocimiento científico y sus implicaciones: por qué a fines del siglo XX, cuando las sorprendentes capacidades de la ciencia y la tecnología resultan ya indudables, no logremos asimilar la nueva visión del mundo que habitamos.

Ya en el siglo pasado, antes de que la biología moderna fuera apenas imaginable, Nietzsche decía que la más espinosa de las cuestiones sería la de averiguar si la ciencia es capaz de señalar nuevos límites a la actividad del hombre, después de haber demostrado que puede quitárselos y destruirlos. Monod también se plantea esta cues­tión, y tratando de resolverla cae en la trampa: habla primero, sabiamente, de la nece­sidad de distinguir entre valores y conocimientos (distinción que no hacen los animismos), pero sucumbe después ante la necesidad de hallar una fuente de motivos y razones para la existencia humana. Propone una ética del conocimiento en la que se reconoce al “conocimiento objetivo como única fuente de verdad auténtica” (cursivas nuestras), lo cual a su vez exige “una revisión de los fundamentos de la ética”, y re­fuerza su exigencia afirmando: “nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar siste­mas de valores ya arruinados, en su raíz, por (la) ciencia”.

Aunque esta última exigencia de Monod resulta justificada, es sumamente difícil de satisfacer, y el plantear al conocimiento objetivo como “valor supremo” desde luego no es una solución adecuada. El conocimiento científico mantiene el ideal de la objetividad y trata siempre de demostrar hechos concretos, posición que lo obliga a poner en duda todas las certezas a priori. Esta actitud crítica hace que lo que se consi­dera aceptado como parte de este “conocimiento científico” sea constantemente cam­biante. No puede entonces ser fuente de razones para la existencia; no puede por sí mismo darle un sentido a la vida. Puede ocurrir, sí, que distintas ideologías pretendan utilizarlo para justificar sus doctrinas, como ha ocurrido varias veces a lo largo de este siglo, pero la experiencia es que los resultados son siempre desastrosos o, al menos, totalmente infructuosos. La ética del conocimiento planteada por Monod puede servir como guía para nuestra conducta; para hacer, como él lo pide, una utilización adecuada de los poderes y las riquezas que el conocimiento científico pone a nuestra disposición. Pero no nos devuelve la tranquilidad que nos daba la predeterminación de nuestro destino, esa certeza que la ciencia nos ha quitado; esto tendrá que provenir de otras fuentes. Recordemos además que la ciencia no se reconoce a fines de este siglo como fuente de verdad absoluta. La incapacidad de la ciencia para garantizar, más allá de la efectividad en su aplicación, que su conocimiento es objetivo y representa la rea­lidad, es actualmente una cuestión que reconocen (y tratan de resolver) todas las es­cuelas de filosofía de la ciencia.

Los dones de la ciencia

Estas objeciones no implican, sin embargo, que tengamos que renunciar a aprovechar, en nuestra eterna búsqueda de un sentido para nuestras vidas, lo que hemos aprendido gracias a la ciencia. Una “ética del conocimiento” como la planteada por Monod, o más bien una “ética basada en la racionalidad”, será una herramienta extremadamente útil en esta búsqueda. Si bien, como nos dice Monod, no hay un “para qué” en la na­turaleza, nada impide que, por medios racionales, busquemos un “por qué”. Tendremos, eso sí, que tomar las riendas de nuestra vida, fijarle nosotros mismos un objetivo, un sentido. Uno de los mayores beneficios que nos da el conocimiento científico, y a la vez el “precio” que tenemos que pagar por todos ellos, es hacernos responsables de nuestras propias vidas.

¿Qué nos queda entonces? En primer lugar, no pedirle a la ciencia lo que no nos puede dar y que sólo nosotros podemos hallar: un sentido para nuestras vidas. En se­gundo lugar, pedirle lo que sí nos puede dar; una herramienta inigualable y un crítico severo y confiable para nuestros esfuerzos por comprender la naturaleza. En tercer lugar, recuperar esa corriente subterránea que constituye uno de los principales móviles que impulsan al hombre a dedicarse a la ciencia (tan importante o más que los motivos tradicionalmente reconocidos): el asombro ante la naturaleza. Hemos olvidado la importancia de contemplar con deleite el mundo que nos rodea, pensando que la actividad científica se justifica sólo en la medida en que nos da beneficios materi­ales y nuevas formas de utilizar a la naturaleza; creyendo que la única felicidad que nos puede proporcionar la ciencia está en las comodidades provenientes de la tec­nología. Pero además de darnos avances médicos y biotecnológicos, y de enseñarnos a proteger al ambiente, la biología moderna nos proporciona una nueva fuente de fasci­nación ante la vida. Es en el goce de la nueva visión de lo vivo, en la eterna sorpresa que es la naturaleza de la que formamos parte, en donde podemos hallar quizá una parte del sentido de la existencia humana. Siempre podremos buscar nuestro lugar en la naturaleza, si reconocemos que más que esperar encontrar algo escrito en ella que nos revele nuestro papel, tenemos la entera responsabilidad de decidirlo.


[1]. Monod, Jacques. El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna. Monte Avila, Barcelona, 1971.

[2] Abbagnano, Nicola. Diccionario de Filosofía. Fondo de Cultura Económica, México, 1963.